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despreciaba a los españoles disimulándolo, idolatraba a su hija Marta, y venía a hacerse rico.
Detrás de esta pareja entraron, también del brazo, Marta Körner y Bonis; les seguía de cerca, solo,
don Juan Nepomuceno, que parecía haberse azogado las patillas, que semejaban pura plata. Marta
Körner era una rubia de veintiocho años, muy fresca, llena de grasa barnizada de morbidez y suavidad;
su principal mérito físico eran sus carnes; pero ella buscaba ante todo la gracia de la expresión y la
profundidad y distinción de las ideas y sentimientos. Hablaba siempre del corazón, llevándose la mano,
que era un prodigio, al palpitante seno, que era toda una obra de fábrica del nácar más puro. Atribuía al
subsuelo de aquella accidentada naturaleza los verdaderos tesoros de su persona; pero los inteligentes,
Nepomuceno entre ellos, estimaban en más el derecho de superficie.
Marta disentía de su padre en sus amores musicales; estaba por Beethoven; en lo que estaban de
Leopoldo Alas «Clarín»: Su único hijo
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acuerdo era en la necesidad imprescindible de hacer una fortuna, o media, a más no poder. Körner había
venido directamente de Sajonia a dirigir una fábrica de fundición, establecida por un industrial al pie de
unas minas de hierro, en la región más montañosa de la provincia; allá, hacia donde tenían sus guaridas
los Valcárcel pobres y huraños. El primo Sebastián, algo más comunicativo, que iba y venía de la ciudad
a la montaña, fue quien presentó al señor Körner a Nepomuceno. Al principio, el alemán y su hija
vivieron en los vericuetos, sin pensar en que a pocas leguas había una ciudad que podía recordarles,
remotamente, la civilización y cultura que dejaban en su tierra. Aunque rodeados, como decía Sebastián,
de todas las comodidades que podían ser arrastradas casi con grúa, hasta las alturas en que moraban, los
alemanes vivían a lo aldeano, por lo que toca a sus relaciones sociales. Empezaron a aprender español en
el dialecto del país, oscuro y corrompido; todo su espiritualismo se iba embotando, y por más que
procuraban mantener el fuego sagrado de la idealidad a fuerza de sonatas clásicas, tocadas por Marta en
un piano de cola, y a fuerza de libros y periódicos ilustrados que su padre hacía traer de Alemania, ello
era que el medio ambiente les invadía y transformaba; el desdén con que al principio miraron y trataron
a la gente tosca, en medio de la que tenían que vivir, se fue cambiando insensiblemente en curiosidad;
llegó a ser interés, imitación, emulación, y el orgullo ya no consistió en despreciar, sino en deslumbrar.
Körner quiso lucirse entre montañeses rudos, y como allí no le valían sus habilidades de dilettante de
varias artes y lector sentimental, tuvo que aprovechar otras cualidades, más apreciables en aquella tierra,
como, v. gr., la gran fortaleza y capacidad de su estómago. No se le comenzó a tener en tanto como él
quería, hasta que corrió por uno y otro concejo montañés la noticia, verdadera, de que en una apuesta
con un capataz de las minas le había dejado el alemán al español en la docena y media de huevos fritos,
mientras él, Körner, llegaba a tragarse las dos docenas muy holgadamente, y ponía remate a la hazaña
engulléndose dos besugos. Esto era otra cosa; y los que habían permanecido indiferentes ante las guerras
gloriosas del Gran Federico, de que Körner se envanecía como si fuera nieto del ilustre Monarca; los
que oían hablar de Goethe, y de Heine, y de Hegel, como quien oye llover, llegaron a reconocer el
glorioso porvenir de la raza que criaba tan buenos estómagos. Añádase a esto que el ingeniero jugaba a
los bolos con singular destreza y con una fuerza de muchos caballos, o por lo menos, de dos o tres
aldeanos de aquellos. Con ésta y otras análogas cualidades, consiguió ganar las simpatías y hasta la
admiración por que había llegado a suspirar de veras. Pero este género de gloria acabó por cansarle, y
sobre todo le repugnó al cabo, por el peligro, que vio al fin patente, de convertirse en un oso metafísico
y filarmónico, pero oso, en un Ata Troll de carne y hueso. Engordaba demasiado, olvidaba sus meditaciones
trascendentales..., y sus gustos sencillos, fácilmente satisfechos con la vida montañesa, le apartaban de
los complicados planes de medro y vida regalada que había traído de su país. Además, en la fábrica de la
montaña, aunque bien pagado, considerado y satisfecho en punto a comodidades materiales, pues tenía
buena casa, gajes y atenciones, al fin no prosperaba, no podía hacerse rico. Ensayó el proyecto de
convertirse en socio industrial, pero cedió ante las dificultades que el propietario a solapo le fue poniendo.
Con esto se le agrió el humor, y comenzó a desear con mucha fuerza salir de aquella vida troglodítica,
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