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que fueron haciéndose cada vez más profundas. Después, de repente, cuando nadie
se lo esperaba, la puerta derecha chirrió sobre sus torturados goznes y cayó. Un
rugido triunfal escapó de las gargantas de los invasores que soltaron los troncos y
condujeron a sus compañeros por la abertura; las hachas y los mazos se agitaron
ante ellos como guadañas y maya les; las cabezas del enemigo comenzaron a caer
como el trigo de la espiga.
¡El castillo es nuestro! gritó Moonglum avanzando a la carrera hacia la
abertura del pasaje abovedado . ¡Hemos tomado el castillo!
No te precipites en cantar victoria repuso Dyvim Tvar, pero luego se echó
a reír y a correr tan deprisa como los demás para alcanzar el castillo.
¿Dónde está tu fin? le preguntó Elric a su compañero melnibonés, y se
interrumpió al ver que a Dyvim Tvar se le nublaba el rostro y contraía los labios en una
mueca sombría.
Por un momento se alzó entre ambos una cierta tensión, pero después,
Dyvim Tvar lanzó una sonora carcajada y se lo tomó a broma:
En alguna parte, Elric, en alguna parte..., pero no nos preocupemos por esas
cosas, porque si mi fin pende sobre mi cabeza, cuando llegue la hora, no impediré
que descienda.
Le dio una palmada en el hombro tratando de provocar en el albino una cierta
confusión.
Llegaron al amplio pasaje abovedado; en el patio del castillo la lucha salvaje
había dado paso a encarnizados duelos de hombre contra hombre.
Tormentosa fue la primera de las espadas de los tres hombres en probar la
sangre y enviar al Infierno el alma del guerrero del desierto. La canción que cantaba al
ser enarbolada en el aire para caer asestando potentes mandobles era de una
naturaleza maligna y triunfal.
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Los morenos guerreros del desierto eran famosos por su coraje y su habilidad
con las espadas. Las hojas curvadas de sus armas causaron estragos entre las
tropas imrryrianas, pues a esas alturas, los hombres del desierto superaban
numéricamente a las fuerzas melnibonesas.
Allá en lo alto, los inspirados escaladores habían dado ya con un firme
punto de apoyo en las almenas y, después de abalanzarse sobre los hombres de
Nikorn, los obligaron a retroceder y en muchos casos acababan lanzándolos por
encima de los parapetos desprovistos de barandilla. Un guerrero se precipitó
gritando y a punto estuvo de aterrizar sobre Elric; lo golpeó en un hombro y lo
hizo caer pesadamente sobre los adoquines, resbaladizos a causa de la sangre y
la lluvia. Un hombre del desierto, cubierto de graves heridas, no tardó en
percatarse de tan magnífica oportunidad, y avanzó con una expresión regodeante
en el rostro demudado. Su cimitarra se elevó en el aire dispuesta a segar la
cabeza de Elric, pero en ese mismo instante, el yelmo del guerrero se partió en
dos y de la frente le saltó un chorro de sangre.
Dyvim Tvar arrancó el hacha clavada en el cráneo de un guerrero
muerto, se puso en pie y sonrió al albino.
Ambos viviremos para ver la victoria le gritó por encima del fragor de
los espíritus en guerra allá en lo alto, y del chocar de las armas . Escaparé a mi
destino hasta que... Se interrumpió con el rostro inmovilizado en un gesto de
sorpresa; a Elric se le revolvió el estómago cuando vio una punta de acero
aparecer en el costado derecho de Dyvin Tvar. Detrás del Amo de los Dragones,
un hombre del desierto, con una sonrisa maligna en los labios, extrajo la espada
del cuerpo de Dyvim Tvar. Elric avanzó lanzando una maldición. El hombre
levantó la espada para defenderse al tiempo que se alejaba apresuradamente
del albino enfurecido. Tormentosa se elevó y aullando una canción de muerte,
atravesó la espada curvada del contrincante de Elric, se enterró en el hombro del
guerrero, siguió hacia abajo y lo partió en dos. Elric regresó junto a Dyvim Tvar,
que continuaba en pie, pero aparecía pálido y sin fuerzas. La sangre le manaba
de la herida y empapaba sus vestiduras.
¿Qué gravedad tiene la herida? inquirió Elric, ansioso . ¿Sabes
precisarlo?
La espada de ese engendro de los demonios me ha traspasado las
costillas, creo que..., que no me ha dañado ninguna parte vital. Dyvim Tvar
contuvo el aliento e intentó sonreír . Estoy seguro de que si me hubiera hecho
más daño, lo sabría.
Entonces se desplomó. Cuando Elric le dio la vuelta, se encontró ante un
rostro muerto, de ojos desmesuradamente abiertos. El Amo de los Dragones, Señor
de las Cuevas de los Dragones, jamás volvería a cuidar de sus bestias.
Cuando se incorporó junto al cadáver de su deudo, Elric se sintió enfermo y
abrumado. Pensó que por su culpa había muerto otro magnífico hombre. Pero aquél
fue el único pensamiento consciente que se permitió, pues se vio obligado a
defenderse de las espadas de un par de hombres del desierto que se dirigían hacia él
precipitadamente.
Una vez concluida su tarea en el exterior, los arqueros entraron corriendo por la
abertura de la puerta y sus flechas llovieron sobre las filas enemigas.
¡Un guerrero del desierto ha matado por la espalda a Dyvim Tvar, mi
deudo! gritó Elric . ¡Vengadle, hermanos! ¡Vengad al Amo de los Dragones de
Imrryr!
Los melniboneses dejaron escapar un gemido quedo, y se lanzaron a un
ataque más feroz que el anterior. Elric llamó a un grupo de hacheros que bajaban de
las almenas, una vez asegurada la victoria.
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Seguidme. ¡Vengaremos la sangre que Theleb K'aarna se ha cobrado!
Conocía bastante bien la distribución del castillo.
Un momento, Elric gritó Moonglum desde alguna parte . ¡Iré con
vosotros!
Un guerrero del desierto colocado de espaldas a Elric cayó al suelo, y detrás
de él apareció Moonglum sonriente, con la espada ensangrentada desde la punta
hasta el pomo.
Elric los dirigió hasta una puertecita ubicada en la torre principal del castillo. La
señaló, y dirigiéndose a los hacheros les dijo:
¡Derribadla a hachazos, amigos, deprisa!
Los hacheros comenzaron a asestar golpes a la dura madera. Impaciente, Elric
observaba cómo empezaban a volar astillas por todas partes.
El enfrentamiento había sido asombroso. Theleb K'aarna sollozaba de
frustración. Kakatal, el Señor del Fuego, y sus esbirros ejercían muy poco efecto
sobre los Gigantes del Viento. Al parecer, su fuerza parecía aumentar. El hechicero
se mordía los nudillos y temblaba en sus aposentos, mientras allá abajo, los
guerreros humanos luchaban, sangraban y morían. Theleb K'aarna se obligó a
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